Durante las últimas semanas -en las que ‘el bicho’ nos ha tenido más pendientes de las pantallas que cuando Tejero fue trending topic en el Congreso (Millennials, echad mano de la wiki)-, hemos tenido la oportunidad de disfrutar, aprender y actualizarnos en un sinfín de webinars.

Gracias a todas estas formaciones online hemos adquirido una gran cantidad de información que debemos clasificar y procesar para valorar realmente la que se nos viene encima, definiendo una estrategia acorde a nuestras conclusiones sobre lo aprendido. Huelga decir que el impacto del COVID-19 ha acelerado un sinfín de procesos de desarrollo que hasta ahora estaban en el ideario de todo gestor, pero para los que jamás encontrábamos el momento -y sobre todo el tiempo- adecuado.

Y cuando nos ponemos a diseñar los planes de la empresa para los próximos cuatro o cinco años, nos emborrachamos de términos como estrategia, valor añadido, especialización, desarrollo, innovación, orientación al cliente… conceptos todos ellos que cautivan al universo profesional. Sin embargo, existe un ingrediente especial y diferencial que nos cuesta mucho encontrar en nuestro mercado, en nuestro sector, en nuestra sociedad, y en la vida en general. Es un ingrediente que tampoco se puede importar, pero que una vez más, como todo lo bueno y lo que tiene valor, surge de las personas.

Me refiero a la transparencia. Una palabra que usamos con regularidad y despreocupado énfasis, pero que rara vez sale apenas de su rimbombante envoltorio. La transparencia se empareja frecuentemente con los valores y la RSC a nivel empresarial, pero casi nunca se tiene en cuenta a la hora de definir la estrategia de las empresas.

La transparencia no debe ser un término romántico con el que simplemente nos llenemos la boca dentro de nuestro ideario o argumentario. Debemos trabajar desde la base, de manera transversal a la organización, y apoyados en un plan de acciones concretas que se integre con la estrategia global de la empresa.

La transparencia tiene que ir más allá de una mención en la web o una campaña de marketing: es un fino manto que cubre las pequeñas acciones diarias que se convierten en cultura empresarial. Y que muestra los valores de cada organización sin que tengamos que darle bombo, platillo, trompeta y acordeón a través de un sinfín de herramientas de comunicación, que dicho sea de paso, se nos caen de los bolsillos (aquí también hay contenido para escribir algún otro artículo, pergamino, enciclopedia o toda una secuela de Star Wars).

Volviendo al tema en cuestión, la comunicación es fundamental a la hora de transmitir transparencia con todos los agentes relacionados con la actividad -compañeros, clientes, proveedores, administraciones…-, ya que por definición significa honestidad con otros y con uno mismo. Significa ser claro y congruente, sin dejar resquicio a las ambigüedades tan comunes en nuestro entorno.

Debemos dejar atrás de una vez por todas esa obsoleta cultura empresarial en la que la pérdida de los demás es nuestra ganancia, en la que se compite desde la opacidad y las medias verdades. A día de hoy, esa retrógrada forma de hacer negocios no solo no es admisible, sino que revuelve el estómago.

La transparencia ya no es una opción, sino una obligación. Las nuevas tecnologías la facilitan, las nuevas generaciones la demandan a gritos, la nueva sociedad avanza año a año hacia ese objetivo… Y aunque haya vestigios que todavía se resisten a este empuje, figuras que sacan rédito del engaño o de la desinformación, pronto verán mermadas sus defensas por la fuerza de la ética y la presión social.

En definitiva, la transparencia no solo es imperativa éticamente hablando: como empresa, puede traernos también muchos beneficios en forma de confianza y credibilidad del mercado; puede atraer talento y reducir la rotación consiguiendo una mayor alineación y compromiso con la empresa, pero sobre todo puede traer –y traerá– sentido común, empatía y moralidad a un escenario que necesita más que nunca de estos valores.

Estamos ante una nueva realidad, aprovechémosla.